sábado, 29 de octubre de 2022

EL PORTAFOLIOS DE MARTÍN

Martín Esteban es el primero en llegar a la oficina y el último en salir de ella. Siempre presto y disponible para los demás, Martes, como le llaman todos con cariño, está a prueba por un período de tres meses en el estudio de arquitectura.

En una semana se cumple el plazo y todos saben que su estancia será definitiva. No solo es un joven encantador, buen amigo y compañero de todos, sino que tiene el talento y las aptitudes idóneas para agregar un incalculable valor al estudio. Es de esas personas extraordinarias con las que quieres encontrarte por la vida. Está siempre presente en tiempo y forma. Es buen oyente, discreto, cercano, atento a las necesidades de los demás y parece acudir al llamado silencioso de alguien que requiere amparo, siempre con una sonrisa y una posible solución.

Pocos lo saben, pero Martes suele llevar en su portafolios vintage de cuero marrón, un bocata con mucho tomate y queso, envuelto en papel aluminio, adicional al suyo. Esto deriva de la historia tan emotiva que su padre le contó de adolescente, cuando su abuelo se salvó de morir de inanición al recibir un enorme trozo de pan de manos de alguien cuyo rostro nunca vio. Eran tiempos de guerra.

Martín salió de casa esta mañana, 15 minutos más tarde de lo habitual, pero aún con suficiente tiempo para llegar antes que todos al estudio. Perfumado, acicalado y alegre, se colocó los audífonos que su novia le había regalado por el primer año de relación, para escuchar su más reciente audiolibro, La arquitectura de la felicidad de Alain de Botton, y así aprovechar el camino al trabajo. Al ingresar en la estación del metro Nuñez de Balboa colocó su mascarilla en la cara, cruzó el lazo de su portafolios sobre el hombro y aceleró el paso tras ver que el ascensor -por cierto, de gran capacidad- estaba disponible y abierto. Al llegar a él, se percató de la presencia de una mujer (con dos mascarillas puestas) en su interior y, con una sonrisa que se adivina a través de la mascarilla gracias a sus ojos alegres, ingresó y se colocó en el lado opuesto de aquel cuadrilátero de metal. La mujer, indignada, puso el dedo en el botón de puerta abierta y, con imperativo desdén, ordenó a Martín que saliera enseguida. Por las características detalladas de nuestro generoso joven sería fácil creer que acató la orden enseguida para evitar cualquier conflicto, pero no fue así.

Su faceta de justicia hizo que permaneciera dentro y que pidiera calma y razón a la señora, quien comenzó a elevar el volumen de la voz: ¡he dicho que te bajes ahora, irresponsable ¡Yo llegué primero! Martín respondió, amable y cauto, que no lo haría, pues si el temor de la mujer aludía a la distancia entre uno y otro, eso estaba de sobra. ¡Llamaré a la policía, desvergonzado! El ascensor se cerró y comenzó a descender. Sin pensarlo mucho, la señora (de no más de cincuenta años) cogió su móvil y, efectivamente, marcó 3 dígitos para acusar al supuesto infractor que le ofendía con su presencia.

Por las respuestas que la mujer daba al policía oyente podían deducirse las escuetas preguntas de este último: sí, si trae la mascarilla puesta, pero.... 

Tras un breve silencio de la mujer, un tanto azorada por el evidente fracaso de su conato de denuncia, rezongó circunspecta, con pocas ganas de ser escuchada: sois vosotros peores que este hombre insolenteNo cuidáis de la sociedad y es vuestro máximo deber.

Tras no más de 20 segundos de llamada la mujer arrojó, bruscamente, el móvil dentro del bolso, por cierto abierto de par en par, y se apeó del ascensor aquel después de que lo hiciera Martín. Con los ojos inyectados de ira, lo miró hecha un basilisco: por personas como tú es que hay tantos inocentes muriendo, cínico, desgraciado, inconsciente. Seguro eres de los que va sin mascarilla por las calles, capullo.

Martín dio media vuelta y continuó su camino, mirando de reojo el manoteo de la mujer, quizá con más compasión que molestia, mientras se alejaba de aquel numerito. La encolerizada fémina continuaba hundida en el berrinche mientras buscaba aceptación y complicidad entre los transeúntes que a su paso circulaban, presurosos e indiferentes. Su perturbado soliloquio le hizo perder algunos segundos para coger el metro que la llevaría a su trabajo. Al darse cuenta de ello, corrió hacia el vagón más cercano y a empujones, codazos y atropellos, logró entrar. Al hacerlo, un recipiente de plástico cayó de su bolso quedando en el andén que en instantes quedaba atrás conforme el tren se alejaba con ella adentro. Era su comida del día: un bocadillo con jamón, queso y tomate, una manzana y un yogur, alimentos con los que subsistiría por más de diez horas. No había más. Abrió como pudo su cartera y vio en su interior: DNI, tarjeta del metro, sanitizante en atomizador, hidrogel, toallitas para manos y 2 euros con 23 céntimos.



Divagó, se fue por instantes. Súbitamente, volvió a reparar en su entorno presa de un fuerte pisotón recibido por alguno de los muchos individuos que, apretujados, compartían vagón. La mujer, cuyos ojos estaban a punto de derramar un par de iracundas lágrimas, adoptó el breve e inalterable pensamiento que a diario se apoderaba de ella: definitivamente, hoy es el peor día de mi vida.

Martín se bajó una estación antes de la prevista para caminar más de lo habitual y tomar buen aire, a fin de dejar atrás la escena acontecida. Mientras lo hacía, se quitó la mascarilla en el bulevar, sonrió de nuevo y encontró, dos edificios antes de llegar al de su destino, a una mujer de aspecto poco común, extranjera sin duda, con cierta demencia senil que se evidenciaba por las ropas y los ademanes, escudriñando en un contenedor de basura. 

Sin pensarlo dos veces, Martín abrió su portafolios de cuero y extrajo el bocadillo adicional que llevaba. Tomó, cortésmente, el brazo de la señora y le extendió el tentempié: es comida limpia, señora, disfrútela, y continuó su camino. La señora dijo para sí, en una lengua desconocida y como cada día que hallaba o recibía algo que consideraba bueno, así fuera una cuchara de metal, un espejo o una bolsa de tela: hoy es uno de los mejores días de mi vida.

FIN


jueves, 28 de octubre de 2021

La monótona jornada de un carente

María Corcoles es de Albacete, vive en Albacete y nunca ha salido de Albacete. Es la quinta de nueve hermanos. Tiene, además, cinco medios hermanos.

Acaba de cumplir cincuenta y tres años de edad y el mes pasado, diecinueve de trabajar como cajera en el mismo supermercado. No tiene hijos. Vive con su pareja -Álvaro Cebrian- y es ella quien mantiene los gastos de la casa. Gana novecientos ochenta euros al mes.

Álvaro, un mandria incapaz de sacar la basura, espera cada noche la llegada de María para la subsecuente cena que ella ha de preparar mientras él mira, petrificado y lleno de migas sobre su abultado vientre, el televisor.

Refresco de cola, patatas fritas, bollos de cacao y unos crujientes torreznos rebosan la mesita rota del salón, como preludio del esperado ágape.

María es más bien retraída, arisca y pocas veces examina, siquiera de reojo, a los clientes. Eso sí: avisora su reloj cada diez minutos, y muchas veces pliega los labios en señal de disgusto por las horas que aún quedan para culminar su faena.

Hoy, María, tan remisa y gris, ha destacado por primera vez de entre una multitud: con voz estridente reprendió a una mujer de pelo blanco y facciones finas -cuando mucho sexagenaria- a quien observó tirar con sus dedos, suavemente, de la mascarilla desechable para crear un ínfimo espacio entre su nariz y aquel pañal facial, dando paso a un poco del aire que solía ser nuestro por derecho natural.

¡Ea, tú… la mascarilla. No te la quites, que nos pones en riesgo!

La mujer se sorprendió mientras buscaba en su derredor al destinatario de aquella insolente reprimenda. Al percatarse de que se trataba de la misántropa María extrajo, molesta, un papel del bolso mientras se encaminaba a ella. No alcanzó a llegar a ella, pues el guardia de la puerta, pusilánime y enclenque, cerró su paso, almidonado, orondo, satisfecho al fin de su valía como centinela del viejo comercio. Le ordenó obedecer -sin saber qué- y la mujer, desazonada, le apartó con la mano decidida a llegar, finalmente, a María. Con volumen tenue pero firme, se dirigió a ella: escuche usted, señora, aunque nunca me quité la mascarilla, sepa que soy asmática y tengo permiso de no utilizarla.

María alzó más la voz, encaramada por una estúpida y confundida intrepidez nunca antes experimentada, y exigió, segura de que todos atendieran, precauciones extremas a la mujer quien, incrédula, parpadeaba con dificultad.

Fue su tarde, su momento glorioso: era ella el adalid de la salud y la justicia de aquella sociedad, comprendida por hombres y mujeres a quienes nunca antes se dirigió para decir siquiera, tenga usted un buen día. Varios de ellos, por cierto, aplaudieron con cierta timidez, timoratos hasta para eso pero  gozosos de la arenga de María.

La mujer decidió abandonar aquella inconcebible atmósfera de alienación pero, repentinamente, cambió de parecer. Giró y regresó, discreta, al lugar de María, quien ya estaba de espaldas, corcovada como siempre  y por cierto, henchida de orgullo.

Dios la perdone, mujer, pues debe usted tener una vida muy triste.

La señora cruzó la salida de aquel sitio, tranquila, con la vista puesta en las llaves de su automóvil.

El inconfundible rictus de María Corcoles volvió a su estado habitual. Miró el reloj, frunció los labios y, acto seguido, pasó una bolsa de tampones por la caja registradora.








viernes, 17 de julio de 2020

Vuelve. Utilízame. Despierta.



Hola amado mío, soy yo, nuevamente: la que solía ser, según recuerdo, tu más preciado tesoro. De los seis, fui tu sentido más provechoso. Quiero hablarte, anhelo comunicarme contigo a toda hora, pero no me escuchas. No pareces reparar, últimamente, en mi existencia. Es como si un interruptor hubiera apagado nuestra conexión divina. Yo estoy aquí -por cierto, aún vigorosa- empeñada en restablecer ese vínculo que debía existir de forma natural entre nosotros y que hoy sería, indudablemente, un hito entre lo que crees (o crees que crees) y la realidad: dos opuestos que has creado porque no me dejas encender en ti aquel vívido espíritu en el que objetabas, dudabas, investigabas antes de dar por aceptado todo. 

Amado mío: por ti existo y por ti me extingo, por ti me revelo o por ti me oculto.
Niñez y juventud fueron mis huertos de dicha y cultivo en los que la semilla de la curiosidad te hicieron un ser de nula conformidad y vasto cuestionamiento. Solías, como un ejercicio con el que rubricabas tu bendita y genuina individualidad, confrontar cualquier hipótesis e, inclusive, teoría científica, hasta llegar a lo que podías aprobar como verdad: maravilla que hoy parece estar en grave peligro de extinción. 

Éramos, tú y yo, aliados insaciables. Citabas mi existencia con nombres distintos y yo sabía entonces que, como instrumento de Dios para tu buen cauce, cumplía con tan afanosa empresa a cabalidad:  “algo me dice que… ” ,proferías, mientras yo potenciaba mi virtud para seguir, honrosamente, siendo tu fiel escudera. Ha sido un orgullo llamarme ese algo que te frenó tantas veces ante riesgos innecesarios, que desveló verdades ante tus ojos que otros no veían, que te condujo a resoluciones ideales, que te alejó de los indeseables y te colocó donde los justos y generosos, que te encauzó por las vías de la cordura y el discernimiento. 







Nunca fuiste pasivo, mezquino ni mediocre ante una noticia masiva de repetición múltiple que en breve se convertiría en una posverdad. Fuiste un crítico escrupuloso de ésta y proclamabas a quien fuere, erguido y sin titubeos: “cuidado con las deliberadas distorsiones de la realidad, en donde se manipulan creencias y emociones para influir en la opinión pública y en las actitudes sociales. Despertad, por favor, despertad.”

Te recuerdo así y por tanto no dejo de aclamar a gritos que vuelvas, con tu grandilocuente fervor por vivir, no por subsistir. Has ido cayendo, amado mío, en las fauces del consumismo mediático que tiene un solo jefe y que, de estar en consonancia conmigo, ya hubieras desenmarañado para, por lo menos, apreciar a la contraparte, en la que valientes y curiosos, inconformes y despiertos amantes de la vida y la libertad (como lo eras tú) presentan día a día otras alternativas, otra cara: la de la luz, la de la libertad y la antítesis del miedo, la del famoso y muy citado despertar de conciencias. Estás siempre invitado y no acudes al llamado. Sabes que las piezas no embonan pero no haces algo al respecto. Desbloquéame y actuemos. 

Estás leyendo solo los titulares y no indagas más por apatía y desgano, porque pensar demanda esfuerzo y no hacerlo, pasividad. No me permites actuar en ti. Acatas, subyugado y conforme, toda ordenanza que, en una revuelta de sinrazones, recibes a través de lo primero -y único- que reciben tus sentidos básicos, dejándome a mí, fuera de funcionamiento. Portas una inútil escayola de yeso y MIEDO que te mantienen inmóvil y sumiso. 
Te desconozco y quiero traerte de vuelta. 
Haces falta para unirte a las filas de Dios y que juntos neutralicemos, de una vez por todas, esta fabricada ola de pánico que a tus espaldas y en la penumbra se ha producido, pues la docilidad no es inteligencia, no te equivoques. Agrandemos juntos el ejército de amor, de paz y de luz (esa que orienta a los perdidos) que se está fraguando para contrarrestar los embates de este masivo vendaje de ojos. Es indispensable que dejes de observar solo tu móvil, que apagues la TV, que silencies tu interior y que nuevamente me escuches. Tanto ruido, tantos embustes, tantos titulares llenos de posverdad y tanto destructor te quieren alejar de lo inexorable: que seamos uno en DIOS. Recuerda que yo soy un sentido especial: traduzco y dirijo conforme leyes divinas. Cuando me valides nuevamente te conduciré, dichosa, a fundirte en el amor con tu conciencia, que te espera ávida de expansión. 

Vuelve. Úsame. Despierta. 
Aquí estoy. 

Atentamente, 

Tu intuición.

sábado, 21 de marzo de 2020

TODOS BIEN, MUCHAS GRACIAS



Por razones obvias perdí la cuenta de mensajes -tanto recibidos, directamente, como leídos a través de los consabidos medios de comunicación social que hoy utilizamos mucho más que un “te quiero” verbalizado al prójimo- en relación al concepto más citado a nivel mundial en las últimas semanas (para qué mencionarlo si lo traemos como impreso en la piel) y que nos tiene a todos encerrados, “a piedra y lodo", en casa. 

Si bien existe, hoy por hoy, un sinnúmero de contenidos -escritos o hablados de forma estupenda por sus autores- profundos, reflexivos, positivos y esperanzadores, también es cierto que la recurrencia al uso de palabras como “desgracia”, “tragedia”, “pena”, “muerte” ,“horror”, “pesadilla”, “enfermedad", "riesgo", etc, es, por demás, evidente. Yo, perdónenme todos de antemano pues esto no alude a lo que sucede universalmente -que no tiene parangón- creo, al igual que muchos, que en todo esto hay más luz que oscuridad.



Cuando nuestros amados familiares y amigos preguntan, siempre con cariño pero, igualmente, con pena y preocupación si en casa estamos todos bien, he de responder con la verdad y nada más que con ella: estamos muy bien. No sé, incluso, si mejor que antes (tranquilos, no es por la pandemia, ni me mofo de ella. Ya lo explico enseguida).

Sí, claro, es que son afortunados, dirán algunos, porque estamos en un espacio un tanto amplio, en el campo (logramos salir de Madrid), con nulo hacinamiento, etc. Por supuesto que parte de ello nos hace estar así, gracias a Dios. Pero, queridos míos, juro que es más que por eso: estamos MUY BIEN porque pareciera de pronto como si los objetos que nos rodean, nuestras partes del cuerpo, la comida, el clima, el pájaro de la mañana, el roce del hombro con uno de los nuestros, un beso en la mejilla de mi hijo, el ladrar de mi perro, un cuaderno limpio (que no tenemos en esta casa y hoy sería oro molido) y, ante todo,  el inevitable y maravilloso silencio (ese que se produce de manera natural ante calles desiertas y nula actividad) se manifestaran para decir, uno a uno, “soy un regalo divino. Al fin me reconoces."  

Es así, amigos, familia: daba por sentado todo  (es natural, pensarán, pues todos lo hacemos) y no atendía a lo pequeño, que hoy, claro, se ha vuelto muy grande. Han cambiado las dimensiones de valor en mi percepción ¡¡Sorpresa!! 

Vaya paradoja: hoy mis piernas (que no pueden andar por las calles libremente), la sopa caliente que mi madre prepara (que no es la del restaurante), mi perro,  exento de portar virus alguno, la música -relajante- que escuchamos, la sobremesa prolongada en la que al fin no hay reloj, el olor de la tierra fresca cuando paseamos por la noche sin ser vistos en el pueblo, la luna y sus formas distintas, la textura de una tela, el agua corriente, la campanada de la iglesia y hasta la labor de los profesores en el colegio (rol que hoy adoptamos parcialmente) eran objeto puro de la cotidianidad sin mayor reparo en su grandeza. Hoy, claro, todo ello se ha convertido en una maravilla.  




Sí, podría seguir sin parar: desde el jabón en mis manos hasta las tareas de casa, desde el mantel con migas hasta la telaraña que se teje en una esquina del patio, desde el “buenos días” hasta el “a dormir” que resuenan por estas paredes cada día son, sin lugar a dudas, un homenaje de gratitud a Dios, con quien rapidito “pasaba lista” , agradeciendo al comer u orando, brevemente, al cerrar mis ojos. 

Así que… ¿cómo estamos? MUY BIEN. Ahora mejor que nunca porque, además de gozar de salud, tenemos tiempo para observar, oler, tocar, degustar, escuchar y escucharnos, y, por tanto, para brindar valor a aquello que lo había tenido siempre pero que solíamos subestimar.

¿Mi nueva oración, además de sanidad para el mundo entero? Permíteme Señor nunca más omitir, ignorar o pasar por alto todo esto en lo que hoy reparo, que nos das cada día y cuyo valor es inestimable. 

Hinco rodilla. AGRADEZCO.

Estamos bien, muy bien… muchas gracias.

Mi abrazo amoroso para la familia y amigos.

Mone

miércoles, 1 de enero de 2020

No es el mundo, soy yo.


Señor mío:

Como es propio en esta época del año cuyos días llegan a su colofón, hoy comencé a escribir, para ti y sin parar, una especie de “carta de deseos” que suelo utilizar como prefacio a las 12 uvas que de tradición comemos en sintonía con las últimas doce campanadas del año que se va. Desde la confortable y mezquina butaca del que se cree merecedor, te escribía aquel pliego petitorio de innumerables instancias, todas ellas diseñadas a mi provecho y comodidad, con dispensa absoluta del más ínfimo esfuerzo mío. De forma vertiginosa tecleaban mis dedos, uno junto al otro, un listado de disparates, todos anodinos, huecos, egoístas. Te escribía, Dios, inconsecuencias al por mayor, bajo la embaucadora premisa de añorar un mundo mejor. Qué risa me doy.  




Una repentina picazón en mi antebrazo derecho detuvo mi ejercicio escritor. Me rasqué con fuerza y mis ojos desviaron su atención a un libro de proverbios, adagios y refranes de la editorial Bruguera que, con cierto fin, se ubicaba a mi lado en la mesa sobre la que suelo trabajar. Dos bofetadas llenas de alegoría y metáfora recibí tras leer, siguiendo a mis dedos curiosos que abrieron aquel tomo al azar, algo breve y certero, duro y directo:  “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Leon Tolstoi.” 
Mis gafas -aquellas que poco uso y mucho necesito- se empañaron de estupor. Mis mejillas, de bochorno. Regresé la mirada al escrito que te hacía, Señor. Lo he borrado todo. 

Cuando creamos deseos fútiles -disfrazados de recatado bienestar- como que mi cuerpo adelgace, que el político no corrompa, que mi jefe sea justo, que el hombre ideal llegue a mi vida, que mi negocio funcione, que mis padres no me riñan, que mis hijos me respeten, que mi familia sea más unida, que mis alumnos no griten, que mis amigos me procuren, que lleguen las personas correctas a mi vida, que el vecino sea amable, que me paguen quienes me deben, que mi comunidad sea civilizada, que mi marido sea más comprensivo, que cambien al presidente de mi país, que se vaya la malhumorada de la recepción, que 2020 venga buenísimo, etc, estamos, sin darnos cuenta, incapacitándonos como actores de la vida, por completo. Nos hacemos nulos ante la voluntad y el buen esfuerzo, desaparecemos del mapa de la acción y la responsabilidad (benditos regalos que no apreciamos) y nos convertimos en meros entes que deambulan y piden cambios, pero que se desacreditan como parte sustancial de ellos. 





Yo, con certeza, no quiero más de eso. Quiero cambiar la semántica de mis deseos en forma y en fondo: quiero darme cuenta. Eso quiero. Anhelo que en esta preciosa vida y en plenas facultades de salud y discernimiento, con mis sentidos trabajando en perfección (gracias Señor, por eso también) pueda reparar en aquello que debo transformar en mí, sin culpas o castigos pero sí consciente de que yo soy la resultante de aquellos afanes: soy el juez y el acusado pero soy, también, el deseo y el resultado, la petición y la respuesta. 

Gracias Señor por permitirme ver, acaso con la miopía que aún tengo, que no pediré “que venga un 2020 maravilloso”: pido ser mejor para hacer, de este año nuevo, un año excepcional. YO LO CREO, de tu mano. 

Te amo. 

Seré mejor. Punto.

Mone



viernes, 15 de marzo de 2019

TÚ, con nombre o sin él

Los recuerdos de infancia, creo yo, suelen parecerse a imágenes extraídas de un cortometraje en cámara rápida que permanecen en nosotros y traen contenidas, seguramente, altas dosis de imaginación creada a conveniencia nuestra, acaso inconsciente, que plasman una realidad aparente pero aceptada como absoluta y que amamos porque nos remiten a sensaciones, emociones y hasta olores de los que no deseamos desprendernos jamás. 


Con borrosidad en los momentos exactos pero certeza en los efectos perdurables, recuerdo que hablaba contigo desde muy niña, claro está, a la usanza de un crío con poco vocabulario pero con total certeza. Te pedía con fervor, por pueril que fuera mi solicitud, con la permuta de algún supuesto sacrificio mío para que, aquello que anhelaba, me fuera concedido.

Como tu divinidad es ubicua y todos necesitamos -cuando de hablar se trata- dirigirnos a algo o a alguien, yo, por crianza, uso y costumbre lo hacía a una cruz pequeña que colgaba en algún sitio visible de la que fue mi habitación por muchos años. Si no me encontraba en casa entonces miraba al cielo y aún, creo, lo hago (sí, todo un cliché pero así te situamos muchos) o bien, me dirigía a la representación de lo que he concebido como tu imagen en el seno católico en que nací, en una iglesia, en una casa ajena o hasta en el coche de mis padres (no fallaba algún listón pequeño o un rosario diminuto que gravitaba en el espejo retrovisor). 




Recuerdo, con sonrisa inherente, que cuando chica portaba alguna medalla -símbolo de ti- que sentía cercana al corazón (quizá porque colgaba bastante de su cadena) a la que me asía fuertemente con cualquiera de mis manos cuando el miedo, por la razón que fuere, usurpaba mi paz. Este último ritual personal cesó no hace mucho o quizá, sin darme cuenta, pervive y se presenta ocasionalmente. 

Actualmente y desde hace casi dos años circunda en mi muñeca derecha un escapulario cuya sujeción ha sido asombrosa. Lo recibí después de que mi papá muriera y fue dádiva de una entrañable amiga.Tras casi dos años de estar sometido a todo: agua, viento, tierra, movimientos bruscos y demás, sigue ahí como aliado de mi piel, incólume. Me gusta cómo luce, no por moda, sino creo que porque me brinda una especie de vínculo constante contigo, acaso disculpando esos silencios que a veces aumentan por distracciones vacuas y que contrastan con aquellas charlas de larga duración que de más joven sostenía contigo. Yo te amo  sin poderlo describir y lo sabes … y me dejas ver cómo lo sabes. 

Hace un par de semanas una cruz de plata pesada que pendía de mi cuello, golpeteaba, fuertemente, parte de mi pectoral mientras hacía ejercicio. Me di cuenta entonces de que esa incomodidad era recurrente y que, además, lastimaba mi piel. Retiré la cruz y la guardé en su caja con cierto desazón y, la verdad, hasta vergüenza. Me cuestioné muchas cosas, en un estado de inquietud: ¿te alejo de mí? ¿te estoy traicionando? ¿qué pasa conmigo?

Días después leí, porque me fue enviado, el artículo (bien redactado, por cierto) de una plataforma católica en internet a la que solía acudir para ciertas consultas, en el que se criticaba, acremente, lo que planteo como contenidos en uno de los tantos regalos que me has dado (sí, porque, no tengo duda, tú allanaste el camino para posibilitar mi anhelo): un programa de radio cultural aquí, en Madrid. Sin detallar mucho -no se trata de ello- se me acusó de difundir esoterismo y pseudociencias, así como de dar cabida a las sectas para seguir cultivando sus intenciones (esto último, son palabras mías): Kabbalah, flores de Bach, yoga, Budismo y demás. 



Después de leer -atónita y con dificultad de salivación- aquellas palabras recordé la cruz de la que me despojé y la tribulación momentánea que ello me produjo y al fin, parece que al fin, entendí algo: tú no quieres que mis ojos salgan a tu encuentro orientados a una imagen nada más y, mucho menos, que asocie con dolor o incomodidad (por el golpeteo constante), con remordimiento o con parcialidad algo tan GRANDE e indescriptible como tu amor para todo y todos. 





Me has hecho curiosa, como mi madre, me has hecho locuaz, como mi padre (QEPD) y por ello indago, pregunto, me cuestiono, hablo con cuantos puedo y de quienes quiero, de forma inevitable, conocer más. Creo que voy comprendiendo, quizá tarde, pero al fin en esta vida, que tú quieres aligerar mi paso y sosegar mis preguntas agobiantes mostrando tu magnificencia en TODO lo bello (y más allá) que existe y no sólo en la estampa del santo, en la iglesia que me bautizó o en la cruz de mi pared (iconos que estarán siempre conmigo); tú no te molestas -ni sabes qué es eso, tan terrenal y humano- si no acudo, exclusivamente, a la oración que por dogma conozco para beber de ti. Hoy lo discierno: tu divinidad está también ahí, en aquello que no conocía, acaso porque me tocó nacer en otro ámbito,  pero en el que te haces presente, con nombres y formas distintas, con ritos y costumbres variadas. Ahí estás y yo te veo y te siento sin filtros: en la filosofía del budista, en la devoción de mis hermanos judíos, en la paz del maestro que, con simpleza, me invita a reparar en la maravilla del cuerpo -tu creación- a través del yoga, en la ternura de aquella mujer musulmana que conocí en un viaje y quien me guió de vuelta a mi hotel, en el calor del perro que yace sobre mi pierna izquierda mientras escribo estas palabras, en los abrazos de mis amigos argentinos quienes se declaran ateos (por crianza) pero cuyo amor a los demás no puede más que delatarte, en los maravillosos jóvenes cristianos que han orado por mi salud cuando lo necesitaba, con palabras que no sabría repetir, en el taoísmo del que poco pero con alegría y admiración he aprendido a través de una nueva amiga, en las terapias inocuas que encuentro a mi paso siempre en pos de la sanidad y sin daño alguno al cuerpo, colmadas de amor por sus investigadores, sus creadores y sus fieles terapeutas; en las obras maestras inundadas de belleza y por tanto, llenas de ti, de quienes fueron juzgados de impuros en tiempos del oscurantismo, en la poesía pasada y actual, en los ojos del niño bosquimano que no fue bautizado, en los textos de los Vedas, en las flores del Dr. Bach, en las manitas ásperas de mi hijo apretando con fervor su piedra de la suerte y en todos los sitios (físicos y metafísicos) del universo en los que prima el amor. 



No pongo más títulos, no pego más etiquetas, no pienso en más teorías, no te hago pequeño, no te hago parcial. Tú no quieres eso, por lo menos algo sé. Descanso al interpretar, en mi limitada visión, tu mensaje. Yo no circunscribo en dónde estás y en dónde no, como si fueras divisible y absolutista, como si fueras humano. 





Sentí en carne propia, por aquel exiguo evento que enjuiciaba mi programa, lo que es ser juzgado sin derecho a nada, como lo han sido quienes te ven en donde no te habíamos detectado los cortos de vista. Hoy, en calma, agradezco al autor de aquella nota (quien sin duda es hombre bueno y no pretende dañar, estoy segura) por ser el canal para deshacer, en la medida de lo posible, cualquier ceguera mía. Me sostengo de ti, que nos amas con nuestras debilidades, para nunca más pretender siquiera, señalar con el meñique a quienes no tienen las mismas creencias con las que yo fui criada en mi microcosmos, y que te adoran, con las suyas, sin más. 

No titubeo ni dudo de la religión que tengo desde que nací, la que amo y respeto a cabalidad, pero de la que aprendo y comprendo nuestra imperfección. No somos tú. Estás en el ave y en la flor, en el agua y en el sol, en la mezquita, en la capilla, en la sinagoga, en el monte, en el OM y en los animales. Te damos mil formas y te ponemos nombres, colores, ritos, te honramos de distintas maneras. Todas las aceptas y en todas estás y te manifiestas. Nos amas como somos …  porque el hombre es hombre y te ha buscado en todos lados, a su manera, sin saber a veces, que te está buscando siquiera. 

Yo te amo y te llamo DIOS. Los demás, no lo sé, pero -no tengo duda- están haciendo lo propio y les reconoces. 

Gracias, muchas gracias. 

Mone. 


miércoles, 12 de septiembre de 2018

EL PRODIGIOSO EFECTO DEL NO



A menudo leemos por doquier -ahora más, con la inmutable influencia de las redes sociales en nuestras vidas- frases motivadoras, adagios, citas, proverbios y demás, que se relacionan con el poder de la POSIBILIDAD, el cual, dicho de otra forma es, en una sílaba, el SÍ. Yo aplaudo, secundo y apoyo todo ello, siempre y cuando ese SÍ creador que existe en nosotros funja como la contra-respuesta al incómodo pero real y constante desafío personal que subyuga nuestras capacidades, afanoso por detractarlas y reducirlas al antipático “no puedes”. Sin embargo, con 4 décadas de vida y unos años más sumados a ella, pongo un alto temporal a todas las creencias aprendidas e ideas preconcebidas que de forma natural adoptamos, para honrar también al poderoso y eficaz NO: esa palabrita que con tan solo dos inocentes caracteres ha sido denostada -por lo menos por mí- acotándola al exclusivo contexto de la imposibilidad pero, sobre todo, al de la rudeza ¡qué equívoca percepción la mía!


Hace un par de semanas fuimos en familia a un espectáculo de magia en el centro de Madrid. Debido a que la audiencia era reducida y muy cercana al ejecutante en cuestión, permanecer exentos de la invitación a participar en el escenario no era una posibilidad. Mi hijo, con tan solo 6 años de edad, no fue la excepción, por lo que transcurrieron milésimas de segundo entre la mirada del mago dirigida a él y el pronunciado asentimiento de nosotros, sus padres. No me tomé la molestia de ver siquiera su pequeñito rostro (seguramente, de gesto atribulado) porque estaba dedicada a encauzarlo de forma directa, a las fauces de aquel público y su anfitrión. Los minutos me parecieron horas, pues aquel crío que permanecía como un ser inanimado al frente, parecía el hijo de alguien más. Molesto, aspaventero y obtuso ejecutó las simpáticas indicaciones del mago causando cierta hilaridad -por no decir rareza- en los concurrentes y, al volver, la pregunta unísona (e increpante) de ambos -padre y madre-  fue:  ¿pero a qué han venido esas caras y ese malestar? Mi hijo, con sus ojos de chispeante mirada pero en ese momento, opaca, me miró- solo a mí- y expresó: “(han venido) porque dije que no quería pasar. A mí no me gusta eso.”
Es curioso, pero tras varios meses de abstencionismo literario (por llamarlo de alguna manera) comenzaba, días antes de este evento fortuito, a escribir un blog relacionado con la paz que brinda el decir NO a algo o a alguien, la armonía (congruencia entre pensamiento y palabra) que otorga esa magnífica sílaba y, sobre todo, la dignidad que antepone nuestra voluntad verdadera al a veces paradójico temor a ser rechazados, quizá a que no pertenezcamos más a un grupo de “amigos” o, simplemente, a experimentar lo que consideramos “vergüenza” (¿cómo decirle que no, si viene de tan lejos y quiere verme?).  



Hoy, después de haber escuchado de forma tardía el NO de mi hijo, pienso con mayor hondura mis palabras, las que iba a usar en el otro escrito: si la persona ha recibido nuestro NO sincero (y respetuoso, que nada tiene que ver la negativa con la educación), ¿no estamos acaso, facilitando el camino de fluidez entre ambos, cimentado en la honestidad? ¿no estamos ahorrando mutuo tiempo, falsas esperanzas, irreales expectativas? ¿no estamos regalando a nuestro YO -no al ego, que es distinto- precioso y espiritual el privilegio de recibir lo que pide (en estado de salud y lógica, desde luego)?

Yo tengo un negocio que me fascina y en cuya prosperidad creo. Sin embargo, cuando ofrezco lo que tengo con detallada explicación y me dicen “NO, gracias”,  lejos de sentir ofensa, lo agradezco de verdad. Aplaudo el NO como nunca y veo, ahora con mayor sensibilidad, que el NO por el NO mismo a veces puede resultarnos extraño, pero es, viéndolo bien, un inequívoco símbolo de determinación, de diversidad de pensamientos (no pensar por los demás, como los padres lo hicimos con el hijo), de seguridad, de certeza y, sí: de dignidad. El NO en muchos casos nos hace grandes y hasta puede producir un liderazgo inesperado e inherente, por la sencilla razón de ser distinto al resto de las respuestas, por no buscar encajar sino ser consistentes con la voluntad. Si a la postre ese NO se transforma en SÍ, que sea, simplemente, por llana convicción, no así por resignación. 

Me falta mucho por andar y aún digo SÍ en casos específicos cuando quizá en el fondo quiero decir NO… pero avanzo poco a poco, gracias a circunstancias extraordinarias, como la de mi hijo (mi maestro, en muchos casos), que me ha hecho revisar mi texto y replantear ideas. Reconozco, gracias a Dios (aún a tiempo), que su NO de seis años (en casos donde su voluntad sí entra en juego y no se alteran normas de casa) vale tanto o más que el de sus padres, quienes le llevan camino andado, pero tienen mucho por andar aún.

Exhorto a todos, queridos amigos, a experimentar -si acaso lo hacen poco- el prodigioso efecto de la palabra NO, cuando ha lugar a la misma. Yo comienzo a hacerlo desde ahora. 

Un abrazo cariñoso.

Mone